Cada octubre se repite la misma historia.
Luces naranjas, calabazas, telarañas de plástico.
Pero algo falta.
Esa sensación de que el aire se vuelve más denso, de que algo va a ocurrir.
Eso no lo dan las luces ni los disfraces.
Eso lo da el hielo seco.
Cuando el dióxido de carbono sólido toca el agua, el efecto es inmediato: una niebla espesa que baja al suelo y transforma cualquier espacio.
No hay olor, no hay residuos. Solo un humo limpio, frío, que convierte un salón corriente en una escena de película.
Por eso cada vez más bares, locales y organizadores de eventos lo utilizan. Porque el hielo seco para Halloween no es un adorno: es el detalle que marca la diferencia entre algo que se olvida y algo que se recuerda.
Durante estas fechas, su uso se dispara. Aparece en cócteles que parecen brebajes prohibidos, en entradas cubiertas de neblina, en decoraciones que respiran. Es un elemento simple, pero con una potencia visual enorme.
Basta una cubeta, un poco de agua caliente y unos trozos de hielo seco para que el aire cobre forma.
Y cuando eso ocurre, la gente deja de mirar el reloj.
Los negocios que entienden este efecto lo preparan con antelación, adquiriendo hielo seco en tiendas especializadas para garantizar la seguridad y la conservación adecuada. Su manipulación es sencilla, siempre que se use con guantes y recipientes no herméticos. Lo importante es mantenerlo listo para el momento justo: ese en el que la música baja, las luces cambian… y el suelo empieza a respirar.
Halloween dura unas horas.
Pero la impresión que deja un buen ambiente, esa sensación de misterio que queda flotando en la memoria, puede durar mucho más.
Y nada crea eso como el hielo seco convertido en niebla.
No hay truco.
Solo un efecto que sigue fascinando porque, cuando la niebla aparece, todos vuelven a creer un poco en la magia.